domingo, 26 de agosto de 2012

La belleza de la imposibilidad

Comprendo las letras que veo pasar a diario,
comprendo las fórmulas que resuelvo a diario,
pero no entiendo la sed que de tus labios brota hacia los míos.

Despertar, después de haber dormido tanto. Mirar entre las sábanas la delgada cortina de luz que se filtra por las pupilas. Oler en el polvo tu perfume y caer en sueño. Despertar porque no hay otra cosa que hacer.

Describirte en líneas y formas, en un lienzo manchado por otras líneas, lleno de sal y sangre. Un día más, otro para ver al vacío de tus ojos y perder toda noción ante tu obscena mirada.

Tú, que no hablas más que para alejar. Tú, distancia y pérdida de todo. Tu cuerpo siembra en mí jardines de anhelos magnéticos, tu ser se funde con la nada, tus labios profieren lo inmaterial de la imposibilidad.

De tu belleza se desprende ese no, ancla del goce estético de un espacio inexistente. De tus labios sale la imposibilidad, ese placer oculto entre esencias de todo color. Tú, que no existes más, en un lugar hoy distinto del pasado.

¿Qué eres? Eres la palabra que no dejo de repetir, aquella que no se ha nombrado nunca.

Despertar para oler ese perfume que se desvanece en el remanso de la inconsciencia, de una ausencia siempre presente, de la inteligencia desvanecida en el profundo matiz del cristal que te rodea.

Y marcar sobre la tierra que muere estos círculos magnéticos que desaparecen cada noche, cuando las olas de la mar se agitan y rompen contra estas piedras, estas piedras que caminan por la orilla de tu vista y matan el alma, el alma ya muerta.

domingo, 8 de julio de 2012

Sal

Entre luna y luna,
los pies lacerados,
la mar antigua
y los ojos muertos.

Era un largo sendero para caminar, un ancho mar y la costa, extendida a lo largo de la noche. Pies desnudos, lacerados de tanto andar, llenos de sangre, dejaba sus huellas sobre la arena. Sal, lastimando sus dedos. Sal, que no borraba su trayecto en medio de una oscuridad que le aturdía, le perdía al fondo de un abismo, del cual parece no haber salida.
Era largo, muy largo. Se repetía hasta el infinito. Las estrellas se asomaban entre las nubes, las olas azotaban contra la orilla. Pesados, los pies se veían como ampollas, repletas de sudor, de pus. Ardientes rocas a punto de una explosión y el deseo imperioso por dejarse caer, le hicieron derrumbarse a mitad de la arena, frente a una multitud de cadáveres sobre la costa, pero no los vio.
Brazos sobre piernas, piernas sobre cabezas. Cuerpos desnudos, que al paso inexorable del tiempo retumbarían en su mente como el ruido de cascabeles óseos. Un bello tapiz, homenaje a la necrófila perversión de un rey sin corona. Un baño de sangre en medio del océano, una obsesión por las causas perdidas y las guerras sin razón.

Estaba ciego. Había estado tan ciego, en medio de una penumbra, tomando cualquier camino desconocido, a la deriva del viento. No pude verle parado ante mí, ni siquiera le miré caminar a mi lado, no escuché su voz cuando profería palabra y nunca le vi esperar, durante todo este tiempo.

Cuando despertó, no había dinosaurios. La luz que permeaba entre las hojas de los árboles le abrió los ojos. Tirado al lado de un árbol estaba. Levantaba sus pies, el pasto se le clavaba como púas a las manos del ladrón. Miró a los cuerpos, extendidos sobre todo el bosque. Notó el cambio y, con él, un leve perfume que le dormía el ánimo y relajaba todo su ser, un aroma que le iba matando poco a poco. Miró los cuerpos, ahora dispuestos sobre la hierba, con ropas mínimas, limpios. Miró el cielo abrirse antes de entrar en inconsciencia y llegar al purgatorio, perdido entre una imagen dantesca y la oscuridad de sus propios pensamientos.

Entre luna y luna, la mar fuerte y las olas que azotaban antes del rompimiento del sol en las nubes. Miró el ancho y largo sendero, con la oportunidad de enmendar una vez más su andar. Sus pies, heridos y desgastados, ahora estaban cubiertos con escuetos vendajes. Tenía que explorar, de nueva cuenta, para salir del azul y observar el amanecer, sumido en el olor a libertad que tanto anhela.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Mirar la luz

Vacío. Mirar a la nada sin saber a dónde voltear. Ser maestro de la nada en tierra poblada, cortado desde la raíz y al corazón, con las arterias libres de todo peso. Mirar todas estas hojas en blanco y sumergirse en el mar de la aporía, sin esperanzas ni aire. Me he quedado seco en este bosque, marchito entre todas las flores. Los girasoles, muertos a plena luz solar; las águilas, cuyas alas ahora vuelan bajas y desplumadas; las grandes mentes, tiradas sobre la superficie banal de un campo vasto.
Mirar la luz y ver las luciérnagas que vuelan en penumbra. Saberse absorbido y ver la vida desaparecer de las pupilas propias. Observar y caer sobre el asfalto hirviente, bajo un manto estelar inmenso.
Mirar todos estos semáforos en rojo y ver la orquesta de vientos-metal impávida.
Escribir frases sueltas y letras muertas.
Nuestros ojos se queman a la luz de la luna.
La locura es blanca como una tira de heroína, pintada bajo grandes reflectores.
Dejar la sangre fluir por el cerebro y caer por el rostro.
Mirar la oscuridad y saber que la fe está atrapada en las ramas de un lugar desconocido.

Mirar la locura y encontrársela en la negrura de la cara, rompiendo el cristal a golpes de bala y pelota.
A golpe de puño...

lunes, 9 de abril de 2012

La locura de Enrique

En el punto más álgido de su locura, Enrique respiraba más agitado de lo normal. Sus ojos estaban tan abiertos que podían recibir la luz del sol entero; su piel, tan seca y desgastada, no cedía ante el roce del agua. La agonía era el recibimiento último, antes de caer en un sueño profundo, sin saber si despertaría o no. Antes de la medianoche, bajo la luna a media forma, cayó en estado séptico y entró en un mundo que no había visto antes...

Recostado sobre una hamaca, con el ancho río a sus pies y el sol que inundaba toda la cabaña, debajo de la palmera. Ahí estaba él, mirando toda la selva tropical. Los pastizales que se alzaban frente a la casa, las nubes que caminaban, el cielo abierto. Mirándose, en pleno estado de lucidez, Enrique se quedó inconsciente y fue a otro camino, uno diferente.
Una ola tras otra azotaban su cuerpo. Sal en las cejas, en la barba. Estaba ahogándose en el océano, bajo la marea. La luz impactaba de golpe en sus pupilas, el mar le arrastraba a la orilla. Quedó cubierto sobre la tabla que brillaba. Boca arriba, se quitó aquel objeto y descubrió la corona, allá, en el cielo. Al levantarse, vio toda la sal de mar convertirse en arena. Una nítida imagen del desierto, nunca antes visto por sus ojos. Sus pies resbalaban por las dunas, sus manos se hundían entre los granos.
El atardecer era más profundo. Los colores rompían como bombas de pintura que explotan al contacto con una pared. Primer golpe. El cielo caía a pedazos, las nubes eran demasiado suaves como para permanecer sobre la arena. Los rayos finales de un día que no tenía nombre ni fecha, en un lugar desconocido. Enrique, con la espalda hacia la inmensidad del suelo, veía las luces reventar.
Esperaba, parado sobre un suelo plano y uniforme. El viento pegaba la ropa contra su cuerpo blanco. La luna, como fuente de plata, bañaba todo aquel espacio. Azul, en un vacío gravitacional, donde la sangre no se sentía, los brazos eran leves y flotar parecía una poesía invisible que rompía el aire en dos.
La agonía es un dulce sabor, envuelto en colores oscuros. Un sudor escurridizo sobre cada poro, un breve respiro que desata un golpe fulminante. Enrique se quedó suspendido en su propia sombra, tendida al olor de las palmeras, en un verde fondo antes del pantano.

Cuando aquella voz se le acercó al oído y cantó su nombre tres veces, despertó. La explosión de su mirada fue de un lado a otro, observó todo con su locura, con su agonía. En el respiro ulterior, en el remanso de su propio lecho, Enrique vio fundirse a sí mismo. El aire era leve, su cuerpo se evaporaba rápidamente al tiempo que sus ojos iban abriéndose más y más. Humo negro, pesado, era lo que exhalaban sus poros y se hizo uno con la luminosidad. Uno, y al abrir la ventana, el viento entró de golpe y se llevó todo su ser.

lunes, 19 de marzo de 2012

Extranjeros

¿Alguien puede ver la luz, esa que separa el amanecer de la inconsciencia?

¿Has visitado otras latitudes?
Dicen que allá el aire se respira diferente.
La vista es sólo tuya y de nadie más.

El deseo, por sí solo, no me sirve.
¿Te das cuenta?
Haber ido tan lejos para nada.

Separados, aventados en una espiral que no parece tener final.
Tú, porque de la tristeza se han hecho estos pilares;
yo, porque me he tirado a ella sin razón aparente.

Ser extranjeros en un país lejano,
mirar lo que nunca hemos visto,
sabernos invasores sobre esta tierra.

Ser extraños en suelo propio,
observarnos los rostros,
sabernos ajenos el uno del otro.

Conocidos, en un océano de personas.
Lugar del que no sé
en un sueño que olvidé.

Desconocidos, nos pasamos de largo.
Aquí, en este momento común,
donde conocemos todo.

Ahora somos exiliados,
sobre las mismas escenas,
en estos pavimentos mojados.

Dos, aquí y ahora,
que no se miran a la cara,
divididos en este camino gris.

martes, 6 de marzo de 2012

Sobre la hierba

Entre tiempo y tiempo, un rostro detrás de otro.
Desaparecen en la niebla...

Las manos que cargan todo este peso, día tras día, las mismas que sostienen esta llave. Detrás del espejo existe otro reflejo, el mundo que descubre esta cerradura al abrirse. Ello da paso a la rutina diaria.
Al alba, el campo abierto. El aire corre entre la hierba y el sol se abre paso por las nubes. Trabajo duro, marcha forzada, tierra.

En la tarde, bajo los árboles que apenas filtran los rayos de luz, el viento roza las manos, las suyas, las que sufren este desgaste. Secas, rotas, se dejan acariciar por la fuerza del aire.
El rocío sobre su piel. El pasto le devora. La luz le abruma. Si quisiera, podría escuchar sus pensamientos; podría sentir la sangre correr por sus manos.

Lágrimas, han decantado esta tinta, la han hecho colores. No los distingo, no los veo. Cae una más y deshace el espectro.
Pero sus manos tocan, su piel raspa, su mirada ciega. Bajo el azul, en el trigo negro, ya no te veo. Sólo queda el sonido de las hojas que cantan en mi mente, las ramas crujen, el palpitar del trigal. Entonces, abrí los ojos y vi que ya no estaba ahí.

sábado, 3 de marzo de 2012

Lo que escribió

Perdóname, Hermes, por no quedarme.
Él me ha cortado los dedos y no hay nada que pueda escribir. 
Mis últimos versos se los han llevado estas lágrimas, 
se han secado al aire y roto bajo el sol.

Déjame aquí, porque andar más ya no puedo.
Me ha raspado los pies con lijas y la sangre no para.
Se ha burlado de la cruz que llevo,
sin dar lugar al viento sobre mi cara.

Escribe, porque debe hacerlo.

Recuéstame, sobre esta hierba.
Me ha destrozado los huesos con su andar presuroso.
Su piel brilla a la luz viva,
su respiro se siente sobre mi regazo.

Pregúntale, porque ya voz no tengo.
Me ha contado de otros lugares que no he visto.
Mis ojos sólo saben de paisajes lóbregos,
no han reparado en la belleza del océano muerto.

Escribe: "estoy quebrado, ven por mí".

Le he rogado quedarse, 
le he observado irse,
dejado solo, así me he hecho.

Dejado solo, en el claroscuro,
caído sobre sus rodillas,
destrkzado mi muro.

Sus letras pasan.

Ruégale regresar a estos brazos,
recargarse sobre este abrigo sucio,
ruégale volver a la luminosidad
bajo estos árboles viejos.

Háblale de la soledad,
del aire en espirales,
del cielo azul en tranquilidad,
de nuestras luchas y nuestras muertes.

Perdóname, Hermes, por no quedarme.
Él me ha cortado los dedos y no hay nada que pueda hacer.
Apiádate de mí,
en este final atardecer.

Roto estoy, vacío por dentro,
dejado solo cuando luz necesitaba.
Muerto estoy, contra este rostro,
y él escribió que no regresaba.